Escuela La Carolina en base militar, Durazno
Patricia Marino (23), viaja en
helicóptero a la escuela y duerme en el salón de clase. Sus tres
pequeños alumnos estudian entre el ruido de metrallas y explosiones de
bombas. Así es la vida en la escuela rural La Carolina, perdida a las
orillas del Río Negro.
Es viernes. Terminó la semana de clases y
la maestra, está pronta para volver a su casa, en la ciudad de Durazno.
Pero no lo puede hacer. La copiosa lluvia de los últimos días dejó
inhabilitada la pista de aterrizaje de pasto del aeródromo militar La
Carolina, que está a pocos metros de la escuela donde ella da clases, en
medio de los lagos del río Negro, próximo a la represa de Rincón del
Bonete.
Mucho menos podrá volver por tierra. Son
poco más de cien kilómetros hasta la ciudad, con tramos intransitables
-ni siquiera se los puede llamar caminos, porque no existen como tal-
donde abundan pozos, pastizales, ramajes y decenas de porteras para
atravesar. Y peor bajo lluvia, donde los arroyos y cañadas inundan la
zona.
“Y bueno… acá estamos aislados del mundo,
comiendo una torta frita con mis pequeños (por sus alumnos), tomando
unos mates y mirando por la ventana, viendo a ver si mejora el tiempo.
Hay mucho verde y agua por acá”, dice con tranquilidad la joven (y
única) maestra de una escuela poco conocida, incluso hasta en Durazno.
Se trata de la escuela rural La Carolina,
que está enclavada justo en un destacamento militar de la Fuerza Aérea
(perteneciente a la Brigada II de Durazno) y volvió a abrir sus puertas a
mediados de 2010 luego de estar cerrada durante unos cuántos años.
“Estuvo un tiempo sin funcionar porque no
había niños en la zona. Pero volvieron a aparecer pequeños y se
reactivó. Ellos están chochos con su escuela”, cuenta Marino. Es que si
no fuera por este lugar no tendrían acceso al estudio, ya que el centro
educativo más cercano les queda, exactamente, a 65 kilómetros de donde
viven actualmente. Matías (12), Diego (8) y Guillermina (8) son los tres
alumnos que tiene hoy la maestra de esta particular escuela. El mayor
cursa sexto de escuela, mientras que Diego está en tercero y la pequeña
cursa segundo año.
“En principio eran cinco niños, pero dos
de ellos se fueron con sus padres, que trabajaron un tiempo en una
estancia cercana pero luego se mudaron a trabajar a otra estancia”,
explica la maestra. De los tres que quedan, la niña es la única que no
vive en el destacamento.
Guillermina vive en la estancia donde
trabajan sus padres, que queda a 10 kilómetros de la escuela. Todos los
días, religiosamente, la llevan y la van a buscar a la escuela en moto.
En tanto, los otros dos pequeños viven en el destacamento; son el hijo y
el sobrino del matrimonio de militares que están a cargo del aeródromo.
CASA SALÓN
Dado las distancias y la complejidad para
los traslados la maestra también vive en el destacamento, de lunes a
viernes, y con sus alumnos, aunque lo hace una semana cada dos. Es que
el régimen de clases es distinto al de cualquier escuela urbana o rural.
“Esta escuela funciona una semana sí, y
una semana no. Cuando me dijeron me llamó la atención porque ninguna
escuela funciona así. Una semana cada dos, me vengo a vivir con mis
alumnos”, explica a las risas la maestra que, por si fuera poco, duerme
dentro del salón donde da clases. Un ropero de grandes dimensiones
oficia de “pared divisoria” entre su espacio personal y su lugar de
trabajo. “Nunca llego tarde a clase: me levanto, camino dos pasos y
estoy en el salón (se ríe). La verdad me cambiaron todos los hábitos con
respecto al año pasado, cuando daba clases en la localidad Centenario.
Viajaba todos los días 70 kilómetros, ida y vuelta… Correr hasta la
parada, correr a la vuelta. Acá hago vida de campaña”, dice contenta,
mientras uno de sus alumnos le ceba mate y comparten tortas fritas
recién hechas.
Además de la habitación de la maestra, el
salón de clases cuenta con una estufa a leña, una pequeña biblioteca,
el escritorio, bancos, un baño y las carteleras pertinentes al curso.
Hace unos días la Fuerza Aérea donó pintura de color y los niños, junto
con la docente, van a pintar una de las paredes.
Compartir las 24 horas con sus alumnos
“es toda una experiencia”, cuenta Marino a El País . “Yo vivo con ellos,
imagínate… Estoy las 24 horas del día con ellos. Es toda una
experiencia, invalorable. No hay otra escuela igual a esta. Tenemos
clase desde las 10 de la mañana hasta las 3 de la tarde. Y después
seguimos juntos porque vivimos acá. Son unos santos y muy buenos
alumnos, inquietos, metedores, con ganas de saber”, afirma Marino.
“Maestra, te llama tu ma-má”, interrumpe
uno de los pequeños la entrevista mientras le alcanza el teléfono. “Ves
que son unos santos”, acota Marino, al tiempo que le pide la llame por
el nombre. “Me dicen maestra todo el día. Yo les digo que me digan Paty
fuera del horario de clase, pero no hay caso. No logran diferenciar”.
Salir a pescar, andar a caballo y recorrer el campo son las actividades
preferidas de los tres niños, que aseguran, estudiarán en la Escuela
Agraria.
“Después de clase, se ponen sus atuendos
gauchescos, sus bombachas, sus botas, y yo me paso idiotizada sacándoles
fotos porque son divinos, y por lo general se van dos horas a recorrer
el campo. Y vienen y se ponen a jugar acá. Yo juego con ellos muchas
veces, aunque los exijo con los deberes”, reconoce Marino, en su doble
función.
El matrimonio de militares es el
encargado del mantenimiento, cuidado, y la cocina del destacamento. Un
lunes cada dos, Marino viaja con su perra en avioneta o helicóptero,
desde la ciudad de Durazno, donde vive, hasta el destacamento donde se
encuentra la escuela.
“Me encanta volar. Deseo que me manden
siempre por aire. Por tierra es una transa. El trayecto es horrible,
llegás toda zangoloteada, movida. No es nada cómodo”, reconoce a El País
la maestra de La Carolina, que cada semana arriba a la escuela como
“bajada del cielo”.
Una escuela “perdida”
La escuela rural La Carolina se ubica a
poco más de 100 km de la ciudad de Durazno, en medio de los lagos del
río Negro, cerca de la represa de Rincón del Bonete. La escuela funciona
dentro del destacamento de la Fuerza Aérea que cuenta con un aeródromo y
un predio de práctica militar.
Por vía terrestre solo hay una forma de
llegar. Desde la ciudad de Durazno se toma por ruta 5 al norte, algo más
de 40 km hasta la localidad de Parish (después de Carlos Reyles) y
desde allí sale un sinuoso camino de tierra que recorre 60 km hasta La
Carolina.
Las clases entre ruido de metrallas y bombas
Estar casi pegado a un aeródromo y a un
predio de práctica militar hace que, por momentos, la clase se disperse,
a pesar de que son solo tres alumnos. “La pista está al lado del salón y
el predio de prácticas militares está a dos kilómetros a la vuelta.
Hace poco vino una unidad especializada en detonación de bombas de
Montevideo y yo te juro que me sentí que estaba en la Segunda Guerra
Mundial dando clases. Unos estruendos tremendos, que hacían temblar
todo”, contó a El País Patricia Marino, la maestra de la escuela. Es que
generalmente suelen hacer allí las prácticas militares los efectivos
uruguayos que están por partir de misión de paz.
Cada vez que llega al destacamento
militar una brigada o un contingente a realizar sus prácticas, donde se
despliegan aviones de la Fuerza Aérea y tanques de las Naciones Unidas,
los niños se alborotan.
“Para los chiquilines es sumamente
interesante. Cada vez que ven un avión por el aire o un tanque quedan
encantados. Ellos se han subido a esos tanques que van a las misiones de
paz, se sacan fotos… quedan chochos. Los aviones se ven por la ventana
del salón, porque muchas veces vuelan bajito. Yo ya siento venir a un
avión y ellos (los niños) me quedan mirando para ver si yo les digo que
pueden salir a mirar”, dice la maestra, con complicidad.
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